martes, 17 de junio de 2008

Els Pins


Son muchas las personas y cosas que echo de menos desde las islas. No hace falta enumerarlas y son de sobra conocidas, pero hoy quiero escribir sobre las pequeñas cosas que me doy cuenta que me faltan aquí... y que no voy a disfrutar porque no se pueden traer. Ya el año pasado me di cuenta que echaba mucho de menos un olor muy especial que por supuesto aquí no voy a encontrar. No es ningún perfume ni el olor a ninguna comida.
Y es que “necesito” el olor a pino. Hoy estaba en el Warburg y, para variar, se me ha ido la cabeza de lo que estaba leyendo y me he puesto a pensar en el verano y en Javea. Y me ha venido a la mente el recuerdo del olor a los pinos mezclado con la tierra, en esos momentos en que las cigarras cantan como si fueran a explotar. Es el momento en que hace calor y se produce una mezcla deliciosa entre la tierra, la resina y mi añorado olor a pino. Muchas veces huele de esa manera cuando en verano me voy en bici al Oronet y subo por la carretera de Portaceli, por la tarde, con el tiempo detenido. Hay un tramo en que estás rodeado de bastantes pinos. Y hace calor, mucho calor. Y entonces se muestra ese olor, vale decir, fenomenología del perfume. También es muy fácil encontrarlo en Javea, en el camino hacia los dos cabos. Ahí si que huele de verdad. Ese olor a pino es mi olor del Mediterráneo, de paredes encaladas y alfombra de pinocha. De siesta en bañador y chapuzón en la Cala Blanca. De cangrejeras alquitranadas y película en el Jayan. Es mi olor de la libertad porque lo huelo en verano, en Javea, montado en la bici o en el coche. Pero en bici huele mejor!!! Si, seguro, huele mejor... con la cara peinada por el viento perfumado de pino... al vent, la cara al vent, al vent del món.

jueves, 12 de junio de 2008

La terrible hora sexta


Los monasterios medievales se organizaban en función de un orden temporal marcado por el propio curso del sol. La austera y dura vida monacal se desarrollaba entre las 2 ó 3 de la madrugada, con los “Maitines”, hasta la puesta del sol a eso de las cuatro de la tarde. El monje se acostaba con la puesta del sol, lo que en algunas latitudes y especialmente en invierno podía ocurrir a las cuatro de la tarde. Con ese horario lo habitual era comer al mediodía, a eso de las 11 ó 12. A partir de esa hora empezaba lo que en el calendario medieval se conocía como la hora sexta, el momento del mediodía posterior al almuerzo o comida. Ese era el momento más peligroso de la vida del monje. Era el momento en el que la pereza se apoderaba de él y le invadía un profundo sueño que los teólogos medievales asociaron con el pecado mortal de la pereza, la Acedía. En esa hora sexta el monje sentía una profunda pesadez en el alma, una torpeza de espíritu que era aprovechado por los demonios del mediodía para provocarle una desgana general en todo su cuerpo que le alejaba de Dios y de sus oraciones diarias. La tentación de no hacer nada, el “dolce far niente”.
No hace falta decir que ese es el origen de la palabra “siesta”, una derivación de la hora “sexta”, de la hora en la que el cuerpo es poseído por esas fuerzas demoníacas que invitan a no hacer absolutamente nada, a cerrar los ojos y a dormir perezosamente.
Aquí en el Warburg no dejo de experimentar esa pesadez del alma después de cada comida, a eso de la una y media de la tarde, cuando ya he comido y regreso a mi “scriptorium” a seguir con la tesis. Me siento frente a la mesa, con toda la tarde por delante, solitario en mi trabajo... y empiezo a ver revolotear a mi lado esos demonios que me dicen que duerma, que me cierran los ojos, que me impiden leer. Pesadez de espíritu, cansancio... suelen ser más fuertes y numerosos que mi fe en la tesis. Me siento perezoso.